Margen izquierda de la ría, Blas de Otero. 1963
Pues bien, lo que más amo es Sestao.
La plaza amplia como la palma de un ajustador.
Árboles como aprendices de torneros.
Sosegada y, a un tiempo, amenazante.
Amo Sestao de abajo arriba, entrando
desde la estación, ascendiendo
la recta cuesta de la recia calle.
Miro las cimas de las montañas, la parda mordedura
de los alemanes: «mi nombre está en la mina»
inscrito en letra morada.
Tiempos de lucha interna,
de remover el pecho con la excavadora
de la idea que abre galerías
ocres, donde la historia enciende su dialéctica.
Cerca, la Constructora Naval tropieza con la ría,
remacha las anchas planchas de los buques,
que, riéndose de Norteamérica, se deslizan hacia el Caribe.
Cerca, cortada en frío por jornales ínfimos,
la Babcock Wilcox coloca
sobre la mesa del Consejo de Administración
una locomotora colosal, a punto de explotar.
Todo esto sucede día a día a partir del puente colgante
y, atravesando a pecho descubierto el gran horno de fundición,
da fin en Euskalduna y, de pronto, retrocede
hasta ascender, hombre a hombre, obrero a obrero, hombro
con hombro, a la amplia plaza de Sestao,
amenazante, sosegada, densa
de un silencio colérico que estallará de un momento a otro.