El único camino, Dolores Ibarruri, 1979. RIALIA. Industria Museoa-Museo de la Industria

El único camino, Dolores Ibarruri, 1979

El único camino, Dolores Ibarruri, 1979

Nombres extraños golpean en los ojos, desde lo alto de postes indicadores. Aquí la Luchana Mining; allá, la Orconera. Más lejos, la Franco–Belga, la Rothschild, la Galdames. Allá en Posadero y Covarón, la Mac Lenan y otras de menor cuantía.

Las pesadas carretas de bueyes, en las que se transportaba el mineral de los filones a las viejas ferrerías, a los lanchones del río Galindo o del Somorrostro, iban siendo arrumbadas por los ferrocarriles mineros, que cruzando laderas y atravesando montañas, enlazaban los más apartados rincones de la cuenca minera con los puertos de embarque y con la zona fabril siderometalúrgica, que nacía y se desarrollaba paralelamente.

Se rompía la geografía del país. Desaparecían montañas; se quebraban vertientes; campos y prados eran cubiertos de escombros. Los valles, igualados con las colinas; levados los fondos de los barrancos y precipicios. Se tendían planos inclinados, se abrían trincheras, se levantaban puentes. Por encima de las barriadas obreras, sobre castañares y robledales cruzaban los tranvías aéreos.

Explosiones de dinamita, chirriar de cables y vagonetas, jadear de locomotoras, golpear incesante de picos y barrenos rompen la quietud de los antes silenciosos valles y una nueva vida llena de afanes, de inquietudes, de sobresaltos, hierve en lo que antaño fueron tranquilas montañas y apacibles lugares.

[…]

Ante la mirada curiosa del viajero se extendía, a su derecha, la carretera de Nocedal, recostándose en la falda de una colina cubierta de viñedos, mientras a su izquierda, en dirección a Gallarta, levantaba su imponente masa de un color rojos sombrío el famoso Monte donde estaban las minas. Enfrente se erguía el Serantes como majestuosa muralla entre el mar y la zona minera, y al fondo, sobre el valle de Somorrostro, se perfilaba Montaño, en cuyas estribaciones se habían librado los más sangrientos combates de la última guerra carlista.

[…]

Una población obrera heterogénea, llegada de todas las regiones agrarias e incluso de los bajos fondos de las grandes ciudades, iba amontonándose en los inmundos barracones levantados en las cercanías de las minas por las compañías que explotaban éstas, o se hacinaba en las habitaciones de las familias mineras, establecidas ya de manera permanente.

La explotación de las minas era simple y barata. Apenas había que quitar escombros. No se precisaba ni profundos pozos, ni costosas galerías. El mineral estaba allí, a flor de tierra, asomando por todas partes su cara de color rubio o rojo morado, que daba un aspecto particular a una zona minera donde todo estaba matizado de esas tonalidades

La explotación de las minas se caracterizaba no sólo por la manera rapaz de despojar al país de lo que constituía su principal riqueza, sino por el trato brutal que se daba a los obreros empleados en ellas.

Trabajaban los mineros de estrella a estrella, sin horario determinado. Salían de casa antes de amanecer y no volvían hasta bien entrada la noche.

Los barracones que las compañías mineras ofrecían como albergue a los que llegaban de otras tierras eran más bien cobijos de bestias que habitaciones humanas.

[…]

Cuando disminuyó la demanda del mineral y comenzó a sobrar mano de obra, se prescindió del trabajo femenino, adornando la disposición discriminatoria con hipócritas consideraciones sobre la madre, la mujer, la familia y el hogar.

Se liberaba a la mujer del trabajo de la mina que “embrutecía” para convertirla en una esclava doméstica sin ningún derecho.

En la mina, la mujer era un obrero. Podía protestar contra la explotación al lado de otros obreros, defender su personalidad como trabajadora.

En el hogar, la mujer se despersonaliza; se entregaba, por la fuerza de la necesidad, al sacrificio. Era la primera en el trabajo, en las privaciones, en el apencar con todo género de servicios para hacer más grata, menos dura, menos difícil, la vida de sus hijos, de su marido, hasta anularse por completo para convertirse andando el tiempo en “la vieja” que “no comprende”, que estorba, o que en el mejor de los casos servía de criada a los jóvenes, de niñera a los nietos. Y así una generación y otra y otra.

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