Un texto de Amaia Barrena García
Dos verdades se toman un pulso suspendido en los siglos. Se miran de frente y se rozan. Cada orilla es la herencia de quienes las vivieron. A veces parecían tener un mando de control remoto para dirigir la lluvia, a veces solo paraguas con goteras. Son dos geografías entreveradas, a veces un cajón de ropa planchada y a veces uno de calcetines desparejados. Entre ambas márgenes, humildes barcos de madera mojada se mecen como pasajeros de un autobús en una carretera sin asfaltar. Pero no son ellos los que cruzan la ría que separa estas dos almas gemelas cada pocos minutos. Es un puente fabricado con material de estrella, es hierro sujetando en el cielo un vagón colgante, una cabina que parece el juguete títere de algún gigante invisible. Vienen gentes de todas partes del mundo a ver ese trasbordador que lo mismo liga con la UNESCO que se llena de las prisas de quienes cambian de asfalto para ir a trabajar, de las mochilas de época escolar, de besos que no tocan el suelo. Si lo hiciesen, pisarían una fauna marina inquieta y viva. Tan viva como la propia Historia de las dos ciudades que descansan ahora mismo frente a ti.