Un texto de Amaia Barrena García
Al otro lado del cristal la ría es un animal salvaje que se deja acariciar el lomo por un gigante durmiente de tripas de hierro. Sus brazos tienen codos de industria, dedos de mano de obra, lunares que son cicatrices de esfuerzo a destajo. En su cuerpo de piedra le han hecho tatuajes sin preguntar, manchas urbanas, grafitis les llaman. En cierta forma, parece la habitación de un adolescente lo que antes fue el techo de más de un hombre. A la izquierda de este King Kong siderúrgico se desordenan los edificios subiendo por la loma, a su derecha la marisma de Lamiako les da un aspecto ordenado. Son los dos vidrios de un mismo espejo, la cara A y la B de un mismo disco en tiempos de plataformas digitales.
Al otro lado del cristal se siente resistir al coloso, sabiéndose sin balas ante quien fabrica las pistolas, de plástico barato y a domicilio. La vieja fábrica que fue reina de un territorio, es ahora un titán jubilado que observa a las gaviotas posarse junto a él en el agua. “Estoy cansado, me siento solo” les diría si pudiera sentir. Pero ellas no escuchan la vejez de ese motor, que fue conocido como Altos Hornos. Solo graznan como quien canta en la ducha o se pelea por el mejor pescado. Y es que, a quien pertenece al cielo, poco le importan las cosas de la tierra.