Interior de los talleres de Acero Robert (Juan Luna y Novicio, 1893. Óleo sobre lienzo. 418 x 178 cm.)
Un texto de Amaia Barrena García
Tienen las manos limpias quienes no conocen el sudor. Tienen las manos en los bolsillos quienes no las tienen ocupadas. Gastan bombines las cabezas que piensan, pero no ejecutan, las caras lavadas que no se manchan en mirar de frente. Si lo hiciesen verían al cansino caminar encorvando la espalda, de más de un hombre. De aquel que carga cubos de agua, esos que tan necesarios son en las empresas del fuego. Y es que en el lugar donde los termómetros estallan, mojarte la nuca o volcarte litros hasta empaparte las cenizas pegadas a la camisa, equivale casi a un derecho laboral. Si esos señores que hablan en círculo trajeado prestasen atención, encontrarían escoria todavía aprovechable, transportada por quienes también se sienten desechos. La tristeza no está permitida. Sin embargo, la dignidad se abre paso entre quienes cuentan más arrugas en la cara que en las mantas que por las noches les cubren, y que trabajan más horas de las que un oso podría hibernar un invierno. Muchos dejaron familias en el ayer por la promesa de un mañana, mientras pasan el hoy a más grados de los que la leche aguanta sin hervir. Son piezas de un sistema que te deja sin pilas, son los actores secundarios del progreso, los extras que no aparecen en los créditos, los anónimos que ninguna memoria guardará. Son los obreros que forjaron el hierro, que sostuvieron las llamas, que cargaron piedras a sus espaldas, que no dejaron que les pesase el desánimo. Son los obreros que resistieron y construyeron los paisajes que ahora vivimos. Son los que no podían tener las manos en los bolsillos.