Convertidor Bessemer Óleo sobre tela de Nicolás Martínez Ortiz de Zárate, 1952
Un texto de Amaia Barrena García
Parecen figuras geométricas sus músculos vaciados de ropa, como si sus gestos de esfuerzo fueran un ejercicio de matemáticas inexacto. El sudor baña como una ducha sucia los cuerpos de varios hombres, a los que la precariedad obrera ha hecho compañeros. Algunos han dejado sus camisas en algún rincón y muestran una piel sin defensa ante la herida. Sobran los uniformes cuando el calor de mil saunas apremia. La ferrería juega al ajedrez con sus peones agotados por el sacrificio diario de levantar el progreso a pulso. La industrialización es el triunfo de lo imposible, el dominio humano sobre la naturaleza y las máquinas. Si es que hay algo de humano en las condiciones en las que pierden el aliento y las fuerzas los trabajadores que cargan con el peso de la empresa. Un peso nada metafórico cuando sujetan cadenas de hierro, piedras del mismo mineral movidas por palas tan grandes como su propia estatura, carretas que harían llorar a varios bueyes si tuvieran que moverlas. El fuego es a la vez instrumento y peligro, el humo tan normal como la falta de oxígeno. Pagan los pulmones facturas más altas que los salarios de sus dueños y no le piden a la justicia recibo. Es una época en la que la crudeza está tan naturalizada como bostezar. Ellos, los operarios incandescentes de los volcanes metálicos, no abren la boca a pesar de tener sueño. Sueños.