El adiós a una mina de hierro y otros apuntes y esbozos de mi país, Juan Antonio Zunzunegui. 1975.

Juan Antonio Zunzunegui

El adiós a una mina de hierro y otros apuntes y esbozos de mi país, Juan Antonio Zunzunegui. 1975

Esta mañana he subido a La Arboleda a despedirme de la mina Mame. Mañana 1 de octubre, cerrará sus trabajos, por agotamiento de sus criaderos, y no querido dejarla tirada a la intemperie, sin decirle adiós. Que también las cosas inertes tienen su alma. He animado a un cuñado y a su hijo a venir conmigo a despedirla, y los dos se han sonreído un tanto conmiserativamente. ¡Qué pena que los hombres de negocios y los chicos no comprendan esas cosas!

Mientras ascendía por el funicular iba pensando en ella. Es el sino de las minas agotarse, como el de los hombres morir.

La mañana era diáfana en la altura; pero a media ladera una masa negra de niebla pululaba sobre la vega abierta de Galindo y las tierras de San Salvador del Valle hasta Gallarta y Somorrostro. Se adivinaban más que verse las fábricas y la hermosa concha del Abra, cercenada a la vista.

 

Bajo mi cielo metalúrgico Juan Antonio Zunzunegui. 1975

De niño y adolescente, después de cenar, me gustaba salir a la terraza de casa sobre el muelle de Portugalete y allí sentarme solo en silencio contemplando el palpitante cielo metalúrgico. Su fogosa y descoyuntada hermosura se prolijaba por los atanores celestes envolviéndome y manoseándome con sus impetuosidades de fragua… y yo sentía su sabroso temblor.

Mi madre, cuando no me encontraba por casa, se asomaba a la puerta del mirador y me conminaba cariñosa:

-Entra ahora mismo y lávate los dientes y las manos y vete a la cama, que luego vienen las perezas a la hora de levantarte.

Pero yo seguía imperturbable, dejándome empollar por tan desaforado cielo.

Sobre todo, en las noches maduras de agosto los convertidores Bessemer improvisaban un cielo misterioso y fantasmal. Yo me acurrucaba, pensativo y deslumbrado, bajo aquel cielo poderoso y viril, del que mi madre me había dicho alguna vez servía para orientar a los marinos en las noches bituminosas y torvas.

Uno es hijo de su cielo y de su paisaje. Pero sobre todo de su cielo y recibe y muestra lo que a su cielo da. El cielo, conforma y modela y viste el alma de los que han nacido bajo él. Yo empecé a escribir bajo este cielo. Y no lo puedo evitar, pero más tarde he llevado siempre este cielo, derramador e impetuoso en mi retina.

Cielos de níquel frío de Nueva York. Cielos de azul profundo e insondable de Sevilla. Cielos ojerosos de París como de haber pasado la noche de juerga. Cielos de seda y plata de Lisboa.

Cielos enneblinados y amarillos de Londres. Cielos esponjosos, sensualones de Roma. Cielos tersos y heladores de Salamanca. Cielos altos, alegres y elegantes de Madrid.

Pero no, no sois mi cielo. Yo llevo dentro de mi otro cielo y soy hijo de otro cielo bajo el que he nacido y a la hora de ordenar mi prosa, sin poder evitarlo, la muevo con andadura metalúrgica.

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