El Botín, Julián Zugazagoitia. 1929
Con todo esto, Antonio se despidió de sus paseos de las tardes con cierta melancolía. Era uno de los buenos admiradores de El Nervión, admirador joven que no echaba en falta ni a las polacras y urcas ni a las goletas y galeras que en otro tiempo lo navegaron. Le admiraba; no en su pasado, sino en su magnífico presente. No era un río para deliquios de acuarelista, si acaso lo era para el trabajo nervudo y difícil del aguafortista. Río de trabajo, de vitalidad renovada, valía precisamente por esa su capacidad dinámica.
Justamente era el tiempo de la alta marea para la ría. Por la boca del Abra entraban en ella, custodiados, escuadrillas de buques mercantes que iban a aplancharse a los cargaderos de mineral, a los muelles de los Altos Hornos o a las máquinas de mercancías diversas. Buques que aspiraban a pasar en silencio, pintados de negros, ocres, y grises en franjas y porciones de un gusto cubista, o que anhelaban un trato de respeto y ponían en sus flancos sendas cruces blancas. Cotejaban a estas embarcaciones mayores, de travesía peligrosa, los bateles de los “choriceros”, que la ría era generosa con todos, compradores de los residuos de las carboneras, con los que, ¡oh secretos de la pacífica piratería!, se amasaban pequeñas fortunas, principio para los avisados, de otras mayores.
Toda la Ría, desde su boca hasta la sal de la mar cede predomina la linfa aldeana del Ibaizabal, estaba cubierta de bateles enamorados que, a remo flojo o con golpes firmes, favorecidos por la noche, realizaban su obra de piratería y contrabando, alcanzando su porción en los generales beneficios de la guerra. Era un comercio tan lícito como el de la exportación y los bancos, y desde luego más necesario. Tenía sus riesgos como toda empresa encantadora; pero el peligro no era extraordinario, porque nunca ha habido demasiado peligro en burlar la vigilancia somnolienta de los carabineros y contramaestres de mar, más amigos del pacto amistoso que de la querella enemiga.
[…] Noche y día sonaban los martillos de los remachadores. Los hornos cocían las veinticuatro horas del día. En los astilleros volaban las transmisiones incansables, batían los martillos, zumbaban los motores y torneros, ajustadores, fundidores, caldereros y la peonada empalmaban las tres jornadas al día. El hombre y la máquina rendían su esfuerzo máximo, y aun así, la Ría necesitaba de más tonelaje para descongestionar sus muelles. Se armaban vapores para la navegación de altura y pataches para el cabotaje.
El Asalto, (En la mina) Julián Zugazagoitia. 1930
[…] En Gallarta, en Las Carreras, en San Julián de Musques, en Galdames, en La Arboleda, en Ortuella, en Baracaldo, en cualquier pueblo donde se concentraba una masa de huelguistas, se planteaba la cuestión. Sólo hacía falta un pequeño impulso, una voz que gritase: “¡En marcha!”, y seis o siete mil trabajadores, dispuestos a todo, se descolgarían sobre Bilbao.
La capital estaba amenazada de ese peligro. Una fuerza joven le asediaba. La prudencia aconsejaba no irritarla, y el orgullo de los patronos descuidaba esa precaución elemental.
[…] Triano estaba paralizado. Ninguna de sus innumerables minas, “Carrasclás”, “Cobarón”, “Las Mieras”, “Las Conchas”, “Elvira”, “Sauco”, “Lejana”, “San Miguel”, “Unión”, “Mora”, “Las Rubias”, “Carolinas”, “Cotorrio”, y cien más, trabajaban. En cambio, las de la cintura de Bilbao, “San Luis”, “Malaespera”, “Ollargan”, “Cantera Nueva”, y “Primitiva” continuaban en sus trabajos, por haber sus dueños accedido al pago semanal.
El paro de Triano afectaba a la actividad de las fábricas de la Ría, que se encontraban sin mineral para sus hornos. Las fábricas acudieron a las canteras de Bilbao en demanda de materia prima, y los patronos no vieron inconveniente en facilitarla. Se interpuso el concepto de solidaridad. El mineral que consumiesen las factorías de la ría no podía ser bilbaíno. Ello equivaldría a una traición para los mineros de Triano. El patrono arguyó:
-El mineral es mío y lo vendo a quien me conviene.
La réplica obrera fue definitiva:
-Nuestros brazos nos pertenecen y no arrancarán una piedra más, ni cargarán una vagoneta.
Y los mineros de la “Primitiva”, de “Ollargán”, de “San Luis”, de “Malaespera”, de “Cantera Nueva” dejaron el trabajo para no volver. Esta complicación estaba prevista desde el comienzo de la huelga. Más pronto o más tarde, inevitable, fatalmente, los mineros de Bilbao se verían precisados a acudir en ayuda de sus compañeros del monte. Entraba, pues, en la pelea un nuevo contingente de proletarios.